El
Proyecto Sombra es un plan secreto que se hizo materia tras ser absorbido por
las raíces de los siniestros árboles del bosque embrujado de Neptuno del
Séptimo Plano, que fueron quemados para ser respirados por el infectado creador
del Libro Negro de los Magos del Norte de Nectámbulo Sorio. El Proyecto Sombra
huele a infamia porque a través de él se ha fraguado la vida del que se había
ido, del rey de los zombis, del maestro de la nada. El Proyecto Sombra se ha
hecho, se ha precipitado, es el águila fiera de garras metálicas curtidas como
estacas de torturadores de cementerio. Escóndete, sólo tu cobardía podrá
salvarte. De otra manera verás como tu piel se quema y como se desprende tu
carne putrefacta. De otra manera sentirás el dolor que rebasa el límite de lo
soportable, el dolor del destructivo que ha meditado su venganza a través del
Proyecto Sombra que ya se ha hecho evidente. Ocúltate, de otra manera
interpretarás el grito eterno de los pueblos que mueren de hambre, de los niños
que mueren de pena, de los salvadores que mueren de sueño.
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Estaba todo tan saturado, todo tan
apretado, todo tan insolado. Había al menos 37 de calor, creo que fue el día
más caluroso del año, por lo menos eso era lo que todo el mundo comentaba,
porque todo el mundo estaba ahí, todos, caminando sin dirección cierta por las
calles repletas, apestadas, que yo recorría hacia adelante.
Sí, estaba todo tan saturado, y yo, que caminando como hormiga era
menos real que un fantasma, iba hacia adelante sin detenerme y asustado, porque
sabía que aquel día finalmente se manifestaría el Proyecto Sombra.
Yo lo sabía, estaba seguro que ese atardecer ocurriría el arribo del
maligno, del que nos masticará, porque eran demasiadas las desgracias que había
visto en los noticieros de la noche anterior, demasiadas muertes, demasiadas
guerras, demasiadas injusticias, demasiados abusos, demasiado de todo y demasiado
oro en el Vaticano. Entonces no podía ser de otra manera, el Proyecto Sombra
ocurriría ese día.
No sé en qué momento descubrí la existencia del Proyecto, creo que lo
supe desde siempre, creo que de alguna manera yo soy una parte importante de la
cadena que dará ritmo a la última batalla. El hecho es que desde que recuerdo
que vivo por las noches sueño insistentemente el mismo maldito sueño: me veo a
mí mismo intentando salvar al mundo de las garras metálicas de un devastador
que fue engendrado en el seno de un plan oscuro, de un proyecto dirigido por
importantes personalidades del mundo, por líderes, por ídolos, que viven tan
sólo para proteger a su maestro, a su monstruo, hasta que esté listo para
pisotearnos. Lo triste es que nunca logro salvar a nadie, ni a mí propia
cabezota, ni a la madura mujer que por las noches espío y que me brinda las
energías para luchar. Siempre termino muerto, siempre terminamos todos muertos.
Tampoco sé si habrá alguna otra
persona que sepa de esto. Yo pienso que debe haber otra gente que lo sabe pero
que, al igual que yo, se mantiene callada esperando el día que se ha vaticinado
por miedo a ser vistos como dementes. Nunca me atrevería a comentárselo a
nadie, es peligroso, imagínense que se lo cuento a alguien, de inmediato me
haría la fama de loco rallado, o peor aún, imagínense que se lo cuento a
alguien y ese sujeto resulta ser un aliado del Proyecto Sombra, un habitante
proveniente del bosque embrujado de Neptuno del Séptimo Plano, estaría firmando
mi sentencia de muerte, estaría cocinado, listo, cagado. Así que seguramente
los otros que saben de esto están escondidos como yo, y no creo que algún día
podamos reunirnos, más bien estoy casi seguro de que esta guerra ya la hemos
perdido, porque es demasiado cruel la golpiza que le estamos dando a la vida y
a sus valores, es demasiado sangrienta la pateadura que le estamos dando al
amor. ¿No seremos todos nosotros colaboradores directos del Proyecto Sombra?
¿No seremos todos nosotros un pedacito importante de la bestia que ruge?
Bueno, todo se dio tan rápido, tan
velozmente, que ni siquiera tuve tiempo para ponerme mi armadura. El momento me
pilló desprevenido y sin ningún objeto entre mis ropas, sin mi espada, sin mi
escudo y sin mis bombas molotov. Tanto así que la certeza de que la hora nos
había llegado la tuve mientras caminaba por el centro de la ciudad para tomar
locomoción hacia mi casa. O sea, yo tenía un presentimiento malo por lo de las
guerras, las muertes, el oro y todo eso que vi en las noticias de la otra noche
pero no lo había asociado realmente con el proyecto, no, de otra manera ese día
no salgo de mi casa y me escondo bajo tierra, con agua y provisiones.
Entonces, justo cuando había
decidido tomar el tren del metro, y mientras tarareaba una diabólica canción de
Marilyn Manson que retumbaba en mis oídos desde los audífonos de mi personal
estéreo, caí al suelo producto de un tremendo dolor de estómago. Era un dolor
inimaginable, horrible, mucha gente se detuvo a ver que me ocurría, me rodeaban
y me hablaban, murmuraban, pero yo no captaba nada, todo lo veía difuso y no escuchaba más que el constante coro de la canción que decía: “the
beatiful people, the beatiful people... the beatiful people, the beatiful
people...”.
En eso, inexplicablemente la canción
se detuvo y la voz de Manson comenzó a hacerse completamente entendible para
mí, cambiando su idioma inglés por un español clarito como el agua. Esto fue lo
que dijo al ritmo de esa infernal melodía: “Ramiro, ahora que el dolor se
detuvo – y el dolor se detuvo – quiero que me escuches con atención. El alto
poder del innombrable te ha escogido para que lleves a cabo la penitencia
maligna. El Proyecto Sombra se ha hecho presente en tu vida y a través de tus
manos cobrará con sangre el tiempo perdido y la carne quemada. Ramiro, tú eres
el escogido, ve y traza con tus actos el rumbo de la caída de tu raza. Hazlo
Ramiro, hazlo Ramiro, hazlo Ramiro...”.
Y me hipnotizó, con sus palabras perversas y con su tono rockero
confundió a mi cerebro y a mi conciencia transformándome en un zombi, en una
especie de monigote sin voluntad. Pero, ¿por qué me habrá escogido justo a mí
para llevar a cabo dicha tarea si yo soy uno de los pocos que sabe de la
existencia del Proyecto Sombra y soy también uno de sus más fieros opositores? ¡Por qué me habrá escogido
justo a mí! Hoy en día pienso que el destructor innombrable me eligió
únicamente para demostrar su gran poder, para demostrar que nada ni nadie podrá
vencerlo, para demostrarme que haga lo que haga siempre estará tras mis pasos,
para demostrarme que el desenlace de mis sueños no podrá sufrir ninguna
variación, que moriré, que moriremos, que inevitablemente explotaremos.
Fue así como apareció en mi mente
la imagen de un pequeño botón azul sobre una vereda de cemento, sí, un
botón azul, y por detrás la voz de Manson que a ritmo enloquecedor me
murmuraba: “busca el botón azul y apriétalo, busca el botón azul y apriétalo,
busca el botón azul y apriétalo...”. El botón azul estaba en alguna parte de la
ciudad, en alguna vereda de hormigón, y yo tenía que encontrarlo y apretarlo
para hacer volar la tierra, para hacer estallar completita la ciudad. Porque el
botón azul no era sino el mando que activaba una super bomba atómica que los
precursores del advenimiento del malévolo habían preparado para darnos fin,
para acabarnos, para demostrar su poder y celebrar el triunfo del Proyecto
Sombra. Todo había sido planeado por ellos, por los mismos que nos gobiernan,
por los mismos que nos bautizan, por los mismos que nos entretienen y por sus
jefes, todo era su obra, desde el pequeño botón azul pegado al cemento hasta la
explosión asesina, todo era el resultado del trabajo centenario de los
integrantes del círculo del mal. Y yo, inservible salvador, hipnotizado sin
mediar forcejeo, sin oponerme, sin resistirme, muerto de antemano como un
pequeño conejo blanco en una trampa para osos polares.
Entonces comencé a caminar hacia adelante, atontado, sin saber
exactamente adónde me dirigía, simplemente caminando derechito y observando a
todos y a todo en busca de una señal que me indicara la ubicación del botón
azul. Pero nada sucedía, el botón no aparecía, mis pies me dolían, el Manson no
cedía y mi mente se partía.
“Busca el botón azul y apriétalo Ramiro, Busca el botón azul y
apriétalo Ramiro, Busca el botón azul y apriétalo Ramiro...”, repetía sin cesar
Marilyn intentando motivarme para proseguir con mi búsqueda, pero no pasaba
nada.
Sal una tarde, con 37 ó 38 grados de calor, medio mareado, a caminar
sin descanso por la sólida y ruidosa ciudad
en busca de un botoncito azul pegado al cemento del piso. ¡Hazlo!
¡Inténtalo! Ese día sabrás el sufrimiento por el que pasé. Si recorrí más o
menos unos 10 ó 15 kilómetros antes de encontrar la primera pista, expulsé de
mi cuerpo y por mi piel el sudor de todo el año, terminé con el pellejo
bronceado, qué digo, ¡quemado!, con mis pies llenos de ampollas, con una uña
encarnada, en fin, como bosta. Lo único reconfortante fue que llevaba puestas
mis nuevas zapatillas doradas, unas Nike
de última generación que me quedaban re lindas, porque si no ahí mismo, tirado
en medio de una avenida, dejo de respirar.
Bueno, iba caminado hacia adelante cuando en una de esas me fijé que
sobre un edificio había un inmenso panel publicitario, un gran cartel para
promocionar productos, lo que podrá parecerles algo común y corriente pero que
por un evidente detalle no lo era: el cartel estaba vacío, en él no había nada,
sólo el fondo negro, como la noche negra en la que se procreó al oscuro, y en
su borde inferior izquierdo había un número de teléfono dorado, como mis nuevas
zapatillas Nike. No había que ser un
genio para darse cuenta de que esa era la pista que andaba buscando, así que
anoté el número y enseguida llamé para ver de qué se trataba. Resultó ser el
teléfono de una importante empresa de publicidad a la que me dirigí prolongando
mi caminata hasta el otro lado de la ciudad, con 37 de calor, medio agilado,
con dinero para un taxi pero hipnotizado por Manson que cantaba y cantaba en mi
mente sus mandatos obligándome a marchar a patita.
Horas más tarde llegué finalmente a la dirección que me había señalado
la secretaria por teléfono, y ahí estaba, un pequeño edificio rojo, como la
sangre que gracias a mí se derramaría, sobre el que se podía leer un cartel que
decía “Agencia de Publicidad Armonía”, armonía, armonía. Me detuve frente a la
firma y titubee, no me decidía a entrar, no sabía si era lo que tenía que
hacer, porque mal que mal yo andaba en busca de un botón azul pegado al suelo,
de nada más, así que miré a mi alrededor, a todos y a todo, pero nada raro se
veía.
En eso una anciana se acercó a mí y me dijo: “jovencito, regáleme una
monedita para comer por favor”. Yo, debido al estado hipnótico–endemoniado en
que me encontraba, le respondí: “¡desaparece de mi vista vieja cochina!”. Ella,
como era de suponer, se sintió insultada, me escupió asquerosamente y comenzó a
gritarme en forma repetitiva con sus ojos enrojecidos e hinchados: “púdrete en
el infierno, púdrete en el infierno, púdrete en el infierno...”. En el infierno,
en el infierno se consumiría mi alma por los siglos de los siglos después de hacer lo que tenía que hacer.
“Busca el botón azul y apriétalo Ramiro, púdrete en el infierno, busca
el botón azul y apriétalo Ramiro, púdrete en el infierno, busca el botón azul y
apriétalo Ramiro, púdrete en el infierno...”. Mi cabezota estaba a punto de
reventarse, yo no captaba nada pero sé que mi cabezota estaba a punto de
reventarse.
En ese momento, mientras la fétida anciana gritaba, el infierno me
pareció una tentación atractiva, era evidente que estaba siendo manipulado, que
me había convertido en un maldito. Fue por eso que me revolqué de la risa
cuando a una cuadra de distancia ocurrió un sangriento accidente, y si digo que
me revolqué es porque me revolqué, sentí el impacto y caí al suelo riendo
enfermizamente. Luego me puse de pié y me dirigí a ver de cerca lo que había
ocurrido en un afán de alimentar aún más mi maldad. Un microbús había
destrozado un pequeño automóvil deportivo en el que viajaban tres jóvenes
mujeres, dos de ellas estaban ya sin vida y una tercera gritaba de dolor
aprisionada entre los fierros del carro. Yo, como dije movido por el hipnotismo
de Manson, me acerqué lo más que pude entre la
masa de gente y grité con todas
mis fuerzas: “¡chilla perra barata, chilla!”. Las personas se espantaron, un
tipo gordo me destrozó la nariz de un puñetazo, tres adolescentes Punk
comenzaron a darme cadenazos, tuve que salir huyendo rápidamente para no ser
linchado y a medida que corría exclamaba: “el Proyecto Sombra ya ha sido, el
Proyecto sombra ya ha sido, el Proyecto Sombra ya ha sido...”.
La sucesión de hechos no fue una casualidad, todo, desde el dolor de
estómago hasta mi nariz quebrada y molida, fueron eventos que al sumarse me
llevaron al lugar preciso y a la hora precisa. Cuando los Punks se cansaron de
seguirme me detuve a reponer energías a
la sombra de un arbolito, frente a un edificio en construcción, frente a un
edificio en construcción repleto de trabajadores y repleto de máquinas, repleto
de maquinas entre las cuales pude apreciar a lo lejos el botoncito azul pegado
al cemento. Lo había encontrado, el Proyecto Sombra ya se había hecho.
Ahora bien, en realidad no era exactamente un botón azul, sino que era
una palanca azul, similar a la palanca de cambios de un automóvil pero ciento
por ciento azul. Yo dude en un primer momento debido a este cambio y debido a
que no estaba pegada al piso sino que estaba pegada a una muralla, pero a una
muralla de cemento al fin y al cabo. Como digo, dude en un primer momento pero
segundos después Marilyn Manson se encargó de rectificar el error diciéndome:
“hubo una equivocación, busca la palanca azul y jálala Ramiro, busca la palanca
azul y jálala Ramiro, busca la palanca azul y jálala Ramiro...”.
Miré la palanca azul, me concentré y corrí en dirección a mi objetivo.
Corrí velozmente, con el vigor que sólo puede tener quien ha sido poseído por
el lado oscuro de la luna. Los obreros que allí había se quedaron mirando
consternados mi gran acto.
Cuando estaba a escasos dos metros de la palanquita me lance a ella
con mis brazos alzados para darle alcance y justo en el momento de tomarla
firmemente con mis manos mi rostro chocó con el muro de cemento y me rompí
prácticamente todos los dientes. Pero lo
logré, jalé la palanca azul y le di ritmo a la última batalla, el Proyecto
Sombra se había hecho, todo explotó, todo acabó, todo se hizo añicos.
Recuerdo que al momento de abalanzarme sobre la palanca las personas
que ahí estaban trabajando me gritaron desesperadamente y al unísono:
“¡nooo!!!”, para que yo no llevara a cabo lo inevitable. Era obvio que ellos,
al igual que yo, tenían conocimiento del Proyecto Sombra, era obvio que ellos
eran soldados del bien que protegían a este mundo del infame destructor que ya
se ha hecho presente gracias a mí, su soldado.
Sí, ese fue el día en que todo se acabó, todo, mi amor, mi odio, mis
planes de salvar al planeta, mis deseos de destruirlo, mi profunda tristeza, mi
fugaz alegría, todo. Lo único que ha logrado sobrevivir es el pensamiento
continuo. El Proyecto Sombra ha hecho de mí su representación más vívida, el
Proyecto Sombra soy yo. Debí suponerlo, debí advertirlo, mis sueños sin final
feliz debieron habérmelo revelado, yo soy el Proyecto Sombra.
Hoy estoy ciego e invalido, incapacitado de efectuar cualquier
movimiento, con todo mi cuerpo inservible, muerto. Tan sólo por adentro, a
veces, se mueven mis ojos apagados.
Es que la palanquita azul no activó ninguna bomba, sino que dejó caer
sobre mí un bloque de hormigón de 200 kilos que se llevó toda mi energía, que
se robó todo lo que era, que me quitó la luz, que me entregó la noche. Y las
risas burlonas de Manson que a estas alturas son la única melodía de mi vida.
Ahora estoy encerrado en mi cabeza, sólo respiro hacia adentro. Afuera
todo vive, afuera todos ríen, afuera todos por mí se compadecen. Afuera todos
le rezan a Dios para que me lleve pronto a su lado, para que acabe con mi
sufrimiento, pero afuera no saben que este no es más que mi merecido castigo,
porque yo hice el Proyecto Sombra, yo soy su padre.
Afuera todos creen que con mis ojos y mi cuerpo mi mente también se ha
apagado, pero afuera nadie sabe que en realidad el pensamiento agobiante gira
en mí sin cesar, que estoy aquí, en las penumbras, en el estático nido de
púas en que se ha transformado mi
psiquis.
Espera, no digas nada, que esta batalla podría extenderse por mil
años. Mil años más, soy una sombra, soy el que esta vez vino para ser salvado.
Cuánta sed me han regalado mis errores, cuánto lamento y furia ha
despertado mi tontera. Espera, detente, justo ahora, que cuando estés junto a
ÉL nada de esto tendrá sentido.
Pero ÉL está lejos, ÉL está en lo alto, ¿no escucha? Y su hijo, aunque
me ama, pareciera estar cansado de salvarme y salvarme, de darme vida, una vez
tras otra, a medida que me río de mí mismo y del agua que se me ha regalado y
que he mezclado con sustancias venenosas, con gritos y golpes, con no sé
cuantos años en busca de objetos para abastecerme.
Creo que yo podría ser algo así como una pequeña niebla que respira.
Creo que yo podría ser algo así como una devorada planta carnívora. Creo que yo
podría ser algo así como una piña podrida que desea extenderse hasta la alegría
pero que no puede acarrear sus pasos más allá del calor y del miedo de no poder
ser lo que su ser humano interior le pide que sea.
¿Si me voy a pasear por los cementerios conversaré tan sólo con los
fantasmas o encontraré la música de tu eclipse, la música que cual agua divina
sellará mis venas llorosas de cobarde de tierras?
Dame algo noche que transpiras, dame un sueño fresco y húmedo, hazme
una espada esperada desde hace siglos, hazte presente en el horno de este
sepulcro que hoy no ha sido, en el horno en el que cocino un pensamiento que se
muere en un instante, que queda listo para su funeral, a menos que lo rescate,
a menos que lo agarre y lo arrastre hasta una página mental que dejará de ser
algo sin vida.
FIN
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LA MÁSCARA
Al principio me pareció una situación divertida. Incluso me reí ante lo que pensé era una coincidencia única. Jamás había visto a dos personas que se parecieran tanto, eran casi idénticas. De no haber sido porque la mujer tenía el pelo largo, rubio, y el hombre el pelo corto, negro, hubiese pensado que de verdad uno era el holograma del otro o su reflejo vivo que había escapado del vidrio de la micro en la que los tres viajábamos. Pero no, eran dos personas distintas, individuales.
Segundos más tarde, buscándole una explicación al fenómeno, quise pensar que eran hermanos gemelos, pero dicha conjetura era difícil de creer al ver que ni la una ni el otro se habían percatado de la presencia de su supuesto hermano, al contrario, ella viajaba en el primer asiento y acababa de subir, en cambio él estaba al final de la máquina y llevaba ahí al menos las últimas doce cuadras, doce pensé yo, sentado en la medianía de la fila derecha, perplejo y hasta un tanto emocionado, porque de verdad eran casi idénticos. De no haber sido por el género y el pelo hubiesen sido el mismo, o la misma.
Mi emoción tenía una razón de ser muy simple, referida a que en varias ocasiones vi en la televisión programas de misterio, tipo “Dimensión Desconocida”, en los que aparecían personas de distintos países del mundo que decían haber visto en la calle a sujetos exactamente iguales a ellos. Pero curiosamente ninguno había podido acercarse a sus calcos, ni hablarles ni nada, por lo que lógicamente nadie en absoluto les creía sus historias. Sin embargo, en esos instantes, en ese momento singular de mi vida yo tenía frente a mis ojos a dos personas iguales, no semejantes ni parecidas, sino que dos personas iguales que posiblemente no se conocían ni se habían visto jamás.
Así que decidí despejar mis dudas y saber si eran o no hermanos. Me tomé el último sorbo de la bebida en la lata que había comprado antes de subir al microbus y esperé el momento adecuado. La micro comenzó a detenerse frente a un semáforo en rojo, la mujer miraba por la ventana, el hombre también, el chofer estaba concentrado en sus maniobras de conducción, nadie más iba arriba y de pronto: ¡ta, ta, ta!, lancé con todas mis fuerzas el tarro contra el piso produciendo un molesto ruido.
El chofer se asustó y gritó: "¡que te pasa loco!", la mujer de inmediato miró hacia atrás, el hombre fijó su vista al frente y luego se observaron por un par de segundos antes de volver a la posición en que originalmente estaban, o sea, mirando por la ventana medio obnubilados.
Yo me disculpé con el chofer, el que me hizo un gesto obsceno por el espejo, subió un pasajero nuevo, la luz cambió de rojo a verde, la micro emprendió nuevamente la marcha, la mujer seguía medio atontada mirando hacia fuera, el hombre también. No lo podía creer, ¡si ellos se habían visto! Estaba completamente seguro que ese hombre y esa mujer se habían mirado con completa claridad, porque nada obstruía su canal visual, ¡nada!
Una cuadra después comencé a sentir miedo, no por ellos sino por mí mismo. ¿Qué tal si todo era mi imaginación? ¿Qué tal si esas personas en nada se parecían y sólo estaba delirando? ¿Qué tal si me estaba volviendo loco? De verdad el terror cobró presencia en aquel viaje y entre cuadra y cuadra ese temor crecía.
Por mucho que ande distraído, si en algún momento de mi vida me cruzo con una persona exactamente igual a mí no lo podré olvidar jamás, me dedicaré tiempo completo a buscarla, indagaré, investigaré, gastaré todos mis recursos hasta aclarar el enigma, es lo que pensaba en mi fuero interno. ¡Pero esos dos no se habían inmutado! ¡No les había importado nada el hecho de verse en un espejo siendo que espejo no había! Y yo pensaba y pensaba: quizás me esté trastornando realmente, quizás hoy ni siquiera me he levantado y estoy soñando, quizás he ingresado a una realidad alterna, siniestra y obscura, quizás he muerto y este es el infierno, quizás, quizás... Al menos sabía que soñando no estaba, porque me pellizcaba y dolía.
Pero no me quedé con las manos en los bolsillos, sabía que algo tenía que hacer durante los próximos minutos para aclarar el misterio. No podía llegar a mi destino envuelto en semejantes interrogaciones. Si ellos eran como yo los estaba viendo lo sabría, si en mi mente algo se estaba fundiendo lo tenía que averiguar también, pues sabido es que en esos casos mientras antes el hallazgo mejor.
Así que mi siguiente plan fue sencillo: como recién había subido un nuevo pasajero no tenía más que acercarme a él y preguntarle si veía lo que yo. Pero tenía que hacerlo con cautela, elaborando antes una buena introducción para que no me viera con desconfianza. Así que lo hice, pensé todo lo que debía decir, palabra por palabra memoricé en un par de minutos un discurso que iba desde el saludo hasta la pregunta capital: ¿usted ve lo que yo estoy viendo?
Observé hacia adelante y ahí estaba, era una mujer joven, de 20 años aproximadamente, que iba sentada en la misma fila que yo, asientos más adelante, dándome la espalda. Me paré, respiré profundo y caminé. Escasos centímetros me separaban de ella, mi corazón latía aprisa, mal que mal si yo estaba en un error iba a pasar una vergüenza de proporciones. Entonces sucedió lo indecible, ella se percató de mi sospechosa actitud y se volteó, me miró a la defensiva y cuando lo hizo di un grito de pavor, el chofer echó un vistazo por el espejo y me gritó con ironía: "¡ya po' loquito si no parai’ el show te voy a tener que echar pa' bajo", y ella me seguía mirando, y yo estaba congelado, inmóvil, como estatua de cera. La chica me preguntó: "¿qué te ocurre?", y yo le respondí que nada en absoluto me pasaba, que la había confundido con alguien, que me perdonara y miré por un instante a la mujer de adelante y luego al hombre y nuevamente a la joven que aún estaba perpleja y descubrí que los tres eran exactamente iguales, ¡sí!, ya no eran sólo dos personas repetidas sino que ahora eran tres. Ahí por un momento perdí la noción del tiempo, me sentí pésimo, la nausea y el miedo casi me hacen vomitar, hasta que recobré la calma y logré volver a mi asiento a pensar, a pensar.
¿Por qué nunca ando trayendo mi cámara fotográfica? ¡Por qué! Si la cargara conmigo todo este problema se minimizaría, todo se simplificaría a unas cuantas fotos, es lo que me repetía en medio de tanta angustia. Si ellos tres de verdad eran casi el mismo se trataba de un milagro, pero si así no era se trataba más bien de mi sentencia final, de mi condena. ¿Cuánto pasaría desde aquel momento hasta mi reclusión perpetua en un hospital psiquiátrico? ¿Cuánto tardaría el mundo en darse cuenta de mi desperfecto para así discriminarme en forma fatal? ¿Cuánto de todo lo vivido por mí hasta ese día no era más que una invención necesaria? Si ellos no eran el mismo mi futuro se venía macabro.
Transcurrida la siguiente docena de minutos yo aún seguía arriba de la micro, me faltaban al menos 20 minutos más para llegar a mi paradero. También seguían abordo los trillizos y además de ellos por lo menos quince pasajeros más, todos absolutamente idénticos. Diferían en sus edades, en sus géneros, en sus peinados y colores de pelo, en sus arrugas más y arrugas menos, pero en sí todos eran el mismo. Niños, ancianos, mujeres, hombres, jóvenes, adultos, completamente iguales. Yo me mantuve sentado tiritando de frío en medio de un calor de herrería, hundido en mi asiento sin saber que me sucedía, comiéndome las uñas, riendo a intervalos, sintiendo como la irritación conquistaba poco a poco mis ojos, botando un hilo de saliva sin darme cuenta. ¡Era imposible! Realmente lo era. Era imposible que todas esas personas fuesen como yo las estaba viendo.
Era también muy extraño el hecho de que mi locura se expresaba en forma parcial y muy delimitada, porque las personas que lograba ver desde mi ventana caminando por las calles no se parecían en nada a los monstruos de arriba de la micro, al contrario, afuera cada individuo era como debía ser, únicos e individuales, no los lograba observar por mucho tiempo debido a la velocidad del viaje pero estaba seguro que lo que de ellos veía al menos desde la superficialidad de los kilómetros por hora era una seguridad de autenticidad y una identidad propia. A la distancia las personas parecían entes exclusivos, peculiares y felices. En cambio, estos otros sujetos que estaban junto a mí y que me rodeaban, que me rozaban a ratos y que mi espacio compartían, que me permitían mirarlos e hipotetizar acerca de la supuesta tristeza de sus mundos personales, no eran sino la imagen que se repite en el salón de los espejos.
Creo que tanto horror ante mis enajenadas ideaciones fue lo que me llevó a quedar de un momento a otro inconsciente en mi asiento. Me desmayé, mi cuerpo prefirió retirase del funesto espectáculo que mi mente estaba dando y me dejó sólo, perdido en el desierto de la demencia dormida. El chofer me despertó en el último paradero una vez que su recorrido terminó. En su rostro no había rabia, de eso estoy seguro, a pesar de las molestias que le causé sus ojos sólo denotaban compasión y pena por mí, que para él no era más que un pobre malsano.
La micro estaba vacía, los repetidos personajes seguramente se habían bajado cada uno en el lugar que le correspondía y yo esperaba nunca más llegar a un estado tal que me hiciera volver a verlos.
Aunque todo hubiese sido cierto aquellas personas jamás podrían reconocer su falta de originalidad, su repetitiva imagen. Incluso si vivieran en la misma casa no serían capaces de saber que en realidad son el mismo, era lo que pensaba mientras caminaba hacia mi hogar, cansado y tiritando en medio de un calor de fogata playera. Pero en el fondo, sabía que todo había sido una chuecura de mi intelecto, una diablura de mi raciocinio. Aún así, era peculiar el hecho de que entre tantos fulanos idénticos el chofer de la micro hubiese mantenido su propio rostro, su propia imagen, mal humorada y todo, pero propia. Eso es algo que aún no me explico, ¿en qué difería él de los demás como para que mi cerebro no lo incluyera en sus febriles dilemas? No lo sé.
Finalmente, llegué a mi casa varias horas más tarde de lo normal, pues la distancia a la que quedé era mucha y no tuve valor suficiente como para subir a otra micro con otras tantas personas tan cerca de mí permitiéndome mirarlas e hipotetizar acerca de sus supuestos tristes mundos personales. Pero como digo, al final llegué a mi casa cansado pero vivo, y aunque en un primer instante no estaba seguro si debía o no contarle a mis padres y a mis hermanos acerca de lo que me había pasado, decidí que lo mejor era no hacerlo. Si mi locura proseguía buscaría ayuda, pero si sólo había sido un fugaz brote de delirio dejaría todo como estaba. Así que abrí la reja del jardín, luego la puerta de la casa, entré a la cocina y los vi a todos cenando en perfecta comunión. Sin embargo, justo cuando iba a saludarlos comencé a percibir que lentamente brotaba en el rostro de cada uno de ellos la máscara, la maldita máscara, blanca e imperturbable, carente de originalidad y de vida, y me miré en el reflejo del vidrio que tras ellos irradiaba y noté que en mi también emergía la aterradora careta social, esa que me hacía sólo uno más de la manada. Entonces, mientras caía de bruces al suelo, descubrí que aunque esa tarde había estado ausente en realidad nunca me había ido, y que aunque nunca me había ido, la verdad era que nunca había estado, nunca había nacido, jamás nadie me había mirado.
FIN
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EL DÍA EN QUE BJÖRK ESTUVO CONMIGO
Yo no me parezco mucho a la gente, partamos
por ahí. Las cosas más extrañas podrían sucederme. Esa es la característica
tipo de mi raza, de la raza que sólo a mí me tiene como espécimen vivo posible
de ser estudiado. Esta que te contaré es la más extraordinaria aventura que
alguna vez he vivido:
Ellas estaban a mi lado, no podía creerlo.
Y es que la vida no podía ser de esa forma. A veces las cosas son tal y cual no
las esperamos, eso es lo emocionante del asunto, ver como el día a día monótono
y sin traumas nos sorprende de pronto para darnos a conocer la gloria. Pero
gloria era un nombre modesto para lo que me estaba pasando, ellas estaban a mi
lado y afuera un Ferrari negro.
Hablemos de sueños: yo he tenido muchos
sueños, de hecho me la paso soñando, pero siempre he sabido que de un sueño a
la realidad hay un camino muy largo. Por eso, no sabría decir por qué motivo se
me concedió esa rotunda victoria. Quizá fue una ráfaga de pura buena suerte.
Quizá fui herido por la flecha mágica de un Cupido extraviado de otras épocas
que hoy no son. Quizá Dios escuchó mi congoja y quiso restituir de alguna
manera mi sufrida pérdida.
Esa mañana me levanté temprano, me comí una
manzana verde para hacer reaccionar a mis neuronas y emprendí marcha hacia el
lugar al cual tenía que ir para hacer lo que yo hago. Iba pensando en ella, en
mi Princesa Traidora, en la mujer que añoro más allá de teorías físicas de
espacio y tiempo. Iba llorándola mentalmente como suelo hacerlo, iba
insultándola asquerosamente una vez más por haberme abandonado.
Afuera de mi mente la ciudad seguía igual,
se presentaba como todas las mañanas fría y medio pasmada, las personas
escondían sus manos apretadas adentro de los bolsillos de sus chaquetones y sus
rostros atrás de sendas bufandas, caminando deprisa unas tras otras, cada quien
a su respectivo trabajo. Los automóviles comenzaban a quejarse, los microbuses
comenzaban a rugir, los semáforos pestañeaban cada minuto y medio. Yo la
pensaba, la tenía entre mis manos, la saboreaba en mi boca, la insultaba
asquerosamente de nuevo, mientras caminaba por la vereda de cemento, rodeado de
desconocidos sin sonrisa. Y pensé: las mañanas eran iguales cuando estábamos
juntos, pero yo no las sentía frías por estar contigo, no sentía el
aturdimiento, no sentía el bullicio, no sentía el arrebato angustioso de correr
por las calles queriendo pasar desapercibido entre los cientos que alrededor
mío caminaban. Las mañanas eran iguales pero tú estabas conmigo, eso era
suficiente para creerme en otro mundo.
Más tarde la insulté otra vez, tratándola
como a la peor mujer que haya pisado esta tierra. Todo eso hasta que una fugaz
especulación intentó consolarme: debo buscarme una chica como Björk, pero con
quince años menos – me dije –. Porque Björk nunca me haría lo que tú me
hiciste, ella se mantendría por siempre a mi lado, me miraría tiernamente con
su rostro de cariñoso oso panda, me cantaría por las mañanas las canciones de
unas fábulas espaciales y me regalaría a diario su sonrisa de tentadora pureza.
Seguí caminando, abordé un micro e imaginé
durante el viaje lo que sería de mí si en un terrorista me transformara,
únicamente para no tener a mi Princesa Traidora todo el tiempo en cartelera.
Luego bajé del micro y qué crees, cuando estaba a pocos pasos de mi destino, al
otro lado de la calle, vi a una mujer que miraba la vitrina de una tienda de
disfraces. Me detuve, desterré de mi cerebro todo perturbador pensamiento,
sonreí incrédulo y por un instante creí estar alucinando: esa mujer era
idéntica a Björk, pero con quince años menos. Fue como si la fuerza de mis
deseos al fin se hubiera transmutado en carne humana para hacerme feliz, o eso
pensé, ahí parado, esa mañana de heladas brisas invernales.
Era tanta la convicción de estar viviendo
la festiva solución de mis lamentaciones que sin pensarlo dos veces decidí
cruzar la calle para ver qué sucedía. Me paré junto a ella, que lucía un abrigo
azul y unos lentos oscuros, mi corazón latía a dos mil quinientas revoluciones
por minuto debido a la nerviosa sensación de estar tan cerca de alguien tan
parecida a una de mis más deseadas idealizaciones femeninas. La miré y le dije
“hola”. Ella se quitó las gafas y giró su rostro hasta que sus ojos se clavaron
en mí, esbozó una dulce mueca y dijo “hola” también.
Ese día no me presenté en el lugar al cual
tenía que ir para hacer lo que yo hago, haberlo hecho hubiese significado
perder la más extraordinaria oportunidad de mi vida. Juntos nos fuimos
caminando lentamente hasta una fuente de soda en donde nos tomamos un par de
cafés con leche. Al rato la llevé a mi casa como a mi invitada especial.
Recuerdo que antes de llegar a mi hogar ese cielo que había amanecido cubierto
de grises nubes se despejó para darle paso a un soleado día, de manera tal que
en primavera se convirtió el invierno. Recuerdo también que en el taxi que
abordamos, a pocos minutos de conocernos, ella me declaró su incondicional
amor. Sus labios eran dulces como dulce jamás probé nada, y yo estaba loco por
ella. Porque ella era excepcional, por algo los últimos años se había
convertido en la favorita de mis fantasías nocturnas, por ninguna superada.
Björk y yo entramos a mi casa, que a esas
horas como siempre estaba vacía, la llevé a mi habitación, le mostré un poema,
le ofrecí otro café. Ella lo único que quería era recostarse sobre la cama, lo
cual hizo, invitándome a acurrucarme junto a su cuerpo.
Y así nos encontrábamos, aplacando el mutuo
calor con una tregua de caricias desnudas, cuando sonó el timbre. Tuve que
levantarme a abrir la puerta, y cuando lo hice sorpresa total: una segunda
muchacha, también idéntica a Björk pero con quince años menos, me esperaba
apoyada en el Ferrari negro que desde pequeño desee para decirme que estaba a
punto de morir de amor por mí. Yo le conté de la otra Björk y de nuestra precoz
relación, le dije que eso era un problema porque yo jamás traicionaba a la
gente, pero ella respondió que no le importaba en lo más mínimo compartirme. A
la primera Björk tampoco le importó, y ese fue el día en que tuve todo lo que
quise y aún más. Y no sentí el frío, no sentí el aturdimiento, no sentí el
bullicio ni el arrebato angustioso de correr por las calles, porque estaba con
ellas y eso era suficiente para creerme en otro mundo.
Al atardecer, montados los tres en el
deportivo que yo conducía a 140 por hora, nos fuimos a ver el ocaso desde el
mirador de un cerro muy alto, bebiendo cervezas heladas, en silencio, felices,
yo por estar con ellas, ellas por estar juntas conmigo.
Esos eran: dos de los tres sueños que
superaban de lejos el dolor que me entregó mi antigua amada el día que me abandonó.
Dos magníficos sueños que por alguna extraña sincronía se habían hecho
realidad. Tan sólo faltaba el tercero, mas, esa noche, después de pasar
momentos estremecedores con mis nuevas enamoradas, le pedí al cielo que por
favor aquel tercer sueño no me lo concediera. Pero el tercer sueño igual se
hizo realidad y me extravié sin vuelta en la esquela de lo desconocido, porque
mi tercer magnífico sueño era morir una mañana contento y tranquilo.
Es eso, ¿no? Los sueños son breves, lo
confirmé ese despertar, medio ahogado, casi muriendo de alegría y relajo. La
realidad es distinta, siempre lo ha sido, y es que la realidad en sí sólo es
tiempo transcurrido. Son horas, minutos, segundos, que se hacen según nos
movemos. Y el reloj no transa, no miente, es y es, avanza de una forma y
hagamos lo que hagamos igualmente nos golpea, nos aterriza en nuestra condición
de humanos, de perecibles organismos. Entonces, a media noche, lo único que nos
queda es el pasado, lo ya experimentado, lo ya vivido. Eso es lo único que en
el ocaso creemos real, lo único que nos satisface y nos conforma. Ni siquiera
el presente nos seduce, el presente y el futuro pasan a ser nociones
intrascendentes, en cambio el pasado trasciende, se convierte en todo lo que
somos y en todo lo que fuimos.
Sí, quizá así sea, quizá todo está en el
pasado, comprimido en la memoria. Todo lo que fue y no debió haber sido, todo
lo que no sucedió pero debió haber sucedido. Capítulo a capítulo, todo se arma
y se convierte en un reclamo sin valor. Son los recuerdos que cual collage de
ansiedades pequeñas se unen pieza a pieza hasta hacer invencible al gran momento
que es nuestra historia.
Hoy quise sentarme a escribir un cuento sin
malos entendidos, pero me he dado cuenta que no existen suficientes personajes.
Sólo estoy yo, y la noche en transcurso, y Björk, y las melodías que ella
canta, esas que subliman, esas que transportan, esas que me dicen: “tranquilo,
aún eres el mismo de antes, el mismo de ahora, el mismo de siempre”.
Así, en definitiva, este relato acabó justo
en el momento en que dio su primer respiro. De hecho, creo que esto no ha sido
sino un liviano arrebato de fantasía surgido gracias a un disco compacto que
traía encerrada la voz de una mujer de ensueño. Es lo que puede lograr la
música en una persona como yo, o como tú.
De todas formas, y por si acaso: yo no
inventé el sin sentido, más bien he sido su representación más pura.
Fin.